sábado, 9 de junio de 2007

Jonh Wayne, "feo, fuerte y formal"

De manera parecida al marqués de Bradomín, que era «feo, católico y sentimental», el viejo John Wayne, que se definía como «feo, fuerte y formal», era un conservador de mucha categoría, aunque no llegara a ser carlista. Más bien, el carlismo quedaba para John Wayne en otra galaxia, como para cualquier norteamericano conservador.

Por la misma época en que los norteamericanos resolvían sus diferencias en la Guerra de la Secesión, o de los Estados, como ellos la llaman, en España se libraban las interminables guerras carlistas: interminables porque ni siquiera terminaron cuando tradicionalistas y liberales se unieron contra la amenaza socialista. Los más próximos a los carlistas en la guerra civil norteamericana fueron los confederados, aquellos caballeros del Sur que, según explica Clark Gable al comienzo de «Lo que el viento se llevó», sólo tenían algodón y arrogancia.

Joseph Conrad entiende muy bien, en «La flecha de oro», que un sudista norteamericano emigrado en Europa tuviera simpatía hacia los carlistas. Después de ser derrotados, los caballeros del Sur no se rindieron, y algunos pasaron a México, para servir en los ejércitos de Maximiliano, y otros a Europa.

Pero John Wayne hizo la guerra en el otro bando, en el de la Unión, casi siempre con el grado de coronel. Así le hemos visto en «Misión de audaces», al comienzo de «Río Lobo», en el episodio dirigido por Ford de «La conquista del Oeste»... Uno de sus personajes más hondos (el otro es el de «Hondo», de John Farrow: y no es un chiste), es Ethan Edwards, de «Centauros del desierto», de Ford: un veterano que vuelve de la guerra, desengañado y amargo. Tal vez en esta sola ocasión John Wayne haya sido sudista.

Pero la guerra, por lo general, no fue motivo de amargura para Wayne. Vistió en numerosas películas uniforme militar, de la Unión o de la II Guerra Mundial, principalmente, e incluso llegó a ser militar de otras épocas, centurión romano en «La historia más grande jamás contada», de Stevens, o el mismísimo Gengis Kahn en «El conquistador de Mongolia», de Dick Powell, aunque, la verdad, en la Antigüedad está tan fuera de su época como cuando conduce automóviles en lugar de diligencias y es detective privado en lugar de sheriff en «McQ», de Sturges. Seguramente hubiera podido decir, como Henri de Montherlant, que pobre de aquella generación que no ha pasado por una guerra, aunque él hizo todo lo posible por no ir al frente cuando le correspondió hacerlo: cosa que John Ford le reprochó, pagándole menos que a Ward Bond, que había regresado de los frentes de Europa con heridas y condecorado, según nos explica Frank Capra en «Qué bello es vivir».

Para regenerarse, Wayne fue a Vietnam con sus cámaras (como John Ford había ido a la II Guerra Mundial) y rodó una valerosa defensa de la guerra titulada «Boinas verdes», que resultó un completo fracaso, porque la guerra de Vietnam, a diferencia de la guerra en la que fue el coronel Jackson (en «Back to Bataan», de Edward Dmytryk), no era popular ni en su propio país. De este modo, una toma de partido desafortunada en el momento menos oportuno canceló una prometedora carrera como director iniciada con «El Álamo», espléndida película épica en la que Wayne recupera el aliento del viejo cine, aunque los malintencionados de siempre apuntan las ayudas que pudo recibir de maestros como John Ford y Henry Hathaway.

El aguerrido soldado unionista o de la guerra contra los indios («Fort Apache»), y de todos los frentes de la II Guerra Mundial (Italia, el Pacífico, la marina, la aviación), vestía con igual soltura las ropas de civil: descoloridas camisetas de cuerpo entero, chaleco muy usado, camisas fuertes, por las noches zamarra, y la pistolera baja, dejando al alcance de la mano la culata amarillenta del revólver. Nadie, ni Gary Cooper ni Henry Fonda, alcanzaron a caminar como él cuando recorría las calles solitarias en «Río Bravo», ni a preguntarle a un matón de perra gorda que de pronto había dejado de sentirse envalentonado: «¿De qué te ríes, joven reidor?», ni a arrojarle el guante a su superior en presencia de los indios, ni a conversar, bajo las luces del crepúsculo, con la esposa muerta. John Wayne era mucho John Wayne de una vez, y muchos John Wayne. Montado a caballo, el caballo parecía un caballito. Pero era capaz de llevarse las riendas a la boca, y con el revólver en una mano y el Winchester en la otra abatir a cuatro malvados en «Valor de ley», entre ellos Robert Duvall, que representa el nuevo cine.

John Wayne era una figura entrañable del cine. Como Clark Gable era el rey, él era el duque: pero un duque rústico, de «cantar de gesta». Su carrera cinematográfica es la historia de un hombre y de un país. En «La gran jornada» (1930), de Raoul Walsh, es un joven que abre nuevos y extensos horizontes; en «El último pistolero», de Donald Siegel, su última película, un hombre viejo que encara la muerte con dignidad. Tuvo agallas para interpretar esta película, estando tocado por la enfermedad que mata a su personaje.

En sus últimos años ya era una institución. Muerto Ford, trabajaba sólo en películas de grandes veteranos (Hawks, Hathaway, Siegel) o dirigidas por Andrew McLaglen, el hijo del gran Victor McLaglen, con quien se da mamporros inolvidables en «El hombre tranquilo». En «Río Lobo», una moza despampanante, como las que le gustaban a Hawks, aparece a su lado, debajo de su manta. «Oh, es usted un hombre confortable», le dice. No sólo confortable, sino que no rodaría una escena que no pudiera ver su caballo: con lo que su caballo estaba mejor educado que algunos jóvenes de ahora. Al final de sus días se hizo católico, lo que para un protestante no es difícil. Y siempre fue un sentimental. En realidad, era un Bradomín del Far West.

Fuente: LNE

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